CAPÍTULO II
LAS 32 HORAS DE AMOR Y ODIO.
Ancud- Quellón-Puerto “Raúl Marín
Balmaceda”.
Me despierta
la lluvia.
El techo de la
diminuta cabaña parece que va a estallar.
Acá no hay
agua con baldes, sino simplemente la furia de los dioses en una madrugada de
verano.
La isla de
Chiloé no te puede recibir de otra manera. Puede que en medio Chile nunca
llueva en verano, pero acá no. Acá los diez mandamientos acusan que nueve de ellos te puede llover y nos va a tocar.
Tengo hambre,
pero no tenemos nada para el desayuno. Me queda algo de maní con miel de la
tarde anterior y todo está dado para un mate, que torpemente dejé en Talca.
Nos duchamos.
El agua tibia, nunca caliente. El puñado de maní salva el hambre y empezamos a
cargar las maletas. Las motos están completamente mojadas y reviso nuestro
arreglo chilensis del comando y pareciere estar mejor que de fábrica. Con Lucho
hacemos maniobras propias del Circle du Soleil para girar las motocicletas que
está a una distancia de 30 o 40 metros de la puerta de salida, pero en bajada.
Logramos el cometido y sale a despedirnos nuestro “músico arrendador”
comentándonos entre sus orgullos que ha tocado con la orquesta de Polonia y con
algunos artistas de tevé y que tiene unas guitarras que valen lo que valía la
cabaña, pero la verdad es que mi mente ya está en otro lado y lo escucho a
“medio filo”. Su ego no alcanza a eclipsar nuestra única preocupación: Hay que
estar a las 12.00 en Quellón para el embarque, ya que el barco sale con destino
a Puerto Chacabuco a las 13.00 horas.
Ancud nos
despide bajo la lluvia, en un camino asfaltado absolutamente nuevo, con un
paisaje de cine que en prontos 80 kilómetros nos deja en Castro, donde aprovechamos de cargar combustible y
tomar un desayuno con papas rellenas y otros manjares de selección.
El camino, a
pesar de ser asfaltado, debe hacerse con moderación ya que tiende a ser
resbaloso. Nos aconsejan ir “piola” por el aceite que botan los camiones
salmoneros.
No nos
detenemos más tiempo en Castro y seguimos hacia Quellón, por un camino con
asfalto recién terminado. Llueve con balde. A la antigua usanza chilota. El
camino hay que hacerlo con cuidado. En total son 80 kilómetros más, donde hay
algunos cortes propios de que "Vialidad" aún se encuentra habilitando en su
totalidad el camino.
Cuando
llegamos a Quellón, en medio de poderosas bajadas, sé íntimamente que dejaré de
andar en moto, durante al menos 30 horas, pero al mismo tiempo, siento una
curiosidad abundante de cómo resultará esta experiencia de navegar por tantas
horas en alta mar- inclusive-sorteando la furia del Pacífico Sur.
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Quellón desde el Mar |
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Montescu peleando por los amarres de la moto |
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Melinka y sus habitantes |
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Melinka |
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las carpas flotantes |
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La feria acuática |
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Los compañeros de tantos años |
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Con el trofeo a casa |
En Quellón nos
dirigimos de inmediato al muelle y podemos constatar la congestión potente de
personas, vehículos, mochileros, camiones y bicicletas- casi todos- esperando
el famoso barco que nos llevará a Puerto Chacabuco. Nosotros estamos tranquilos,
tenemos pasajes. Sin embargo esta tranquilidad rápidamente se quiebra, cuando
estacionamos las motos y a un flaco- de riguroso casco blanco de
seguridad- que se encuentra cuadrando y
coordinando la carga del barco-nos dice “que las motos se quedan abajo”- ya que sólo hay tickets para pasajeros y el
barco está repleto. Quedamos pálidos. El flaco se nota superado por la presión
de tanto turista y lugareño que quiere viajar a la Patagonia indomable, pero mi
moto no se va a quedar abajo. Son dos minutos de discusión, donde se me empieza
a “salir el indio”, a lo que el flaco nos envía a las oficinas centrales de la
Naviera Austral que se encuentran en la misma costanera. Con Lucho nos miramos
con espanto y corremos a las oficinas que están a dos cuadras. En el camino
vamos pensando en cómo variar el viaje y si es factible comerse un curanto en
Quellón.
Llegamos a la
mentada oficina atestada de gente reclamando hasta por el clima- nuestro
transporte marítimo ya está embarcando- y más encima tenemos el número 98 de
atención y recién van en el 70. Lucho tiene los tickets en mano y me mira con
resignación. Salgo a la calle y comienzo a mirar a Quellón con cariño, como si
me tuviera que aguantar por un par de días, pensando en alguna solución. En esos
instantes, aparece una bella muchacha que parece es la jefa de las jefas y no
respetamos orden de número ni nada y la abordamos explicándole la situación angustiante a
lo que ella con una voz de los dioses y todos los ángeles nos dice: “véndele
espacio a las motos, no se pueden quedar abajo”. Me dan ganas de levantarla en
andas, de hacerle un monumento a la bondad, pero ella cierra todo con una
inmensa e inolvidable sonrisa. Esperamos el turno y compramos los tickets para
las motos y con Lucho nos damos un abrazo: Cresta, lo logramos otra vez.
Llegamos al
muelle y me acerco al flaco sólo para decirle: “Flaco, las motos van. Así que
avísanos cuando tenemos que subir”. Fue un pequeño gusto ante tanto mal gusto
en nuestra primera entrevista.
Como somos los últimos en subir (suben primero
autos, camiones y camionetas), debemos esperar al lado del área de ingreso y se
van juntando- como todas la veces que nos ha tocado- distintos viajeros en
motocicleta que andan en las mismas que nosotros.
Curiosamente
al lado nuestro hay una Honda twister 250 estacionada esperando el embarque,
cuyo piloto es otro muchacho, en pantalones (no de moto) y una chaqueta-
casual- de cuero con dos reflectantes horizontales, pegadas a la chaqueta, tipo
huincha para autos. Se mi hizo ver a alguno de los personajes de “Dum and
Dumber”, específicamente una mezcla de “Jim Carrey” u otro comediante del ramo,
quien venía viajando por Chiloé y estaba esperando embarcar a Puerto Cisnes en
nuestro mismo transporte. Nos contaba de su Honda reparada en el camino desde
Santiago, con acero líquido en unas empaquetaduras y que pensaba hacer “La
Austral”. La verdad que este personaje curioso, en una moto de calle, con
neumáticos de calle, con ropa de calle, no dejó de llamarnos la atención y
llevarnos a los inicios del motociclismo, esos con el diario pegado al pecho
para el frío, la casaca de cuero que ocupábamos también para la fiesta del
sábado y para el bautizo y los zapatos que no eran botas, bajo ninguna
circunstancia. Este personaje, que se nos repetirá en parte del camino en
tierra, más encima resultó ser un abogado, originario de Talca, con quien
compartíamos varios amigos en común.
Del otro lado,
se nos acerca otro motociclista, un flaco con pinta de Bob Marley en moto, cuya
misión en el mundo es la paz y nada más que la paz. Él es de Valdivia y
pretende ingresar unos metros a la carretera Austral viajando de Quellón a
Chaitén en el próximo barco. Nos pide datos, lugares turísticos no eludibles
que visitar en Chaitén y claro, lo primero que se me viene a la mente es el
Yelcho, ese lago adorable incrustado en medio de la entrada a la Patagonia
chilena.
Lucho ha
partido a comprar unas empanadas de “jaiba-queso” que resultan ser de horno y
que mantendrán nuestra humanidad por largas horas al interior del barco.
Llega el
embarco y por fin estacionamos las motos en esta armatoste sin fin de barco
denominado “Quéulat”, de origen y manufactura china (no dejo de tiritar); subvencionado
por el gobierno para aumentar la comunicabilidad entre las islas de la Patagonia
que ya veremos visita; con capacidad para 280 pasajeros y una barbaridad de
autos y camiones; baños, comedores, cafetería, miradores y butacas para dormir
(no literas) como si fuera un mega bus que transporta a toda la clase obrera y
turística de la zona, que se acomoda como puede y soporta estas “32 horas”
entre paseos y miradas al océano infinito, pero que por largo rato no hace más
que matear y arreglar el mundo, que allá en la Patagonia resulta un poco
pequeño.
Lo primero que
hacemos es sacarnos, en un rincón, la armadura y caminar por estos 4 pisos de
barco, como seres normales, con pantalones, zapatillas veraniegas y mi arsenal
de cámaras para registrar cada instante valioso. Allí podemos compartir de
manera más cercana con el colega que viene en su Honda Twister, pero la verdad
que a esa hora, cerca de las 16.00 hrs, sólo cunde el hambre, por lo que devoro
la empanada de jaiba-queso que Lucho compró en algún local cercano a la
costanera de Quellón y resulta ser un bocado.
Nos dedicamos
a recorrer el barco, que para los lugareños que vuelven a casa en estos
rincones del sur del mundo, son un espacio común, una fogata en torno a la
cual, los vecinos sin número de puerta, sin nombre de calle alguna, comparten
la mesa y la larga tarde en torno a la brisa que levantó y quitó a las gaviotas
del horizonte. Ahí mismo el rugido de este animal y su motor furioso nos acerca
a popa y como si fuéramos mocosos vemos la estela en el agua, como un dibujo
perfecto del lápiz de un intruso sobre la marea.
Al salir de la
isla de Chiloé e internarnos en alta mar, hay fáciles dos horas del más
auténtico “rock’n roll” y el vaivén, la
batea, la jalea de esta mole comienza a cobrar sus víctimas que derraman su
almuerzo por diversas partes del barco. Los mareos de los pasajeros no
acostumbrados a estos bailes, van dejando su huella y son muchos los que no lo
soportan ni sus estómagos tampoco. Allí mismo, mi compañero de rutas, afirmado
de la baranda de cubierta, le recuerda al mundo que él pertenece a tierra y no
al mar, dejando su humilde recuerdo. Afortunadamente pronto, muy pronto
lograremos entrar a los fiordos y el baile con el que nos ha tomado el Pacifico,
por fin hace honor a su nombre y nos suelta por un buen rato, como la chica
bella que quisimos amar en el baile, pero nunca nos dio posibilidad alguna.
Llegamos a
Melinka, donde desciende mucha gente y sube otra tanta. Allí me percato, que
por esas breves horas deja el barco el grupo “Garras de amor” (que francamente
no sé qué tipo de música tocan), para dar un recital es esta Isla, por lo que
también nos dejan guitarras, bombos y otros instrumentos de viento.
En estas horas
de viaje, ya casi me he recorrido cada rincón del barco y se me ha instalado
una tremenda curiosidad: Dónde dormiremos. Las instalaciones para el efecto no
son otra cosa que un gran salón donde hay butacas reclinables, así sea un gran
bus ancho como una avenida de una ciudad argentina. Pero no son más que eso,
butacas comunes y corrientes. Intento, ya venida la tarde, probarlas para el
efecto, pero es imposible dormir en ese gran cementerio que, acogiendo a 200
personas, hierve en olores axilares, intestinales y con un calor propio de un
caribe asfixiado con tres televisores que no dejan de pasar la programación de
la tevé chilena para finiquitar el deceso. Se agrega a lo demás, como una yapa
de los dioses, que los baños están en ese mismo salón, por lo que,
literalmente, en breves segundos sientas el enmierdamiento correrte por todas
las fosas nasales y tocarte el alma. En definitiva: No se puede dormir ahí.
Hablo con
Lucho y la decisión es más o menos clara, vamos a armar las carpas. Ahora la cuestión
es dónde. Hay espacios en cubierta, en algunos pasillos, pero queda descartada “cubierta”
por lo sobre expuesto a los vientos y porque abiertamente, el barco está lleno
y en el pequeño espacio que quedaba cerca de nuestras motos, nos dicen que “lo
van a ocupar en la feria” (ya sabremos a qué se refieren con ello).
Por lo que se
me ocurre una tontera que es menos absurdo que orinar contra el viento. En uno de
los camiones con carro del primer piso, cercanos a nuestras motos, hay espacios
suficientes en el remolque como para instalar nuestras dos tiendas. Punto
aparte es que cada uno de nosotros hace años que decidimos dormir cada uno en
su propia carpa, fundamentalmente por los serios alaridos que Lucho Montescu
posee al dormir y roncar, pareciendo un motor V6 con escape libre, lo que impide
conciliar el sueño de manera normal.
Nos
conseguimos, entonces, el nombre del dueño del camión y ya, avanzada la noche y
dada su autorización instalamos las carpitas ante la “vista marciana” de los
restantes pasajeros que no entienden nada. Inflamos los colchones y cada carpa
parece una suite presidencial al lado de lo que había percibido en el salón de
las butacas. Por lo que todo está solucionado y mi humanidad podrá descansar en
buenas condiciones, no obstante, sea digno de otro relato y bitácora de viajes,
la odisea para subir al carro del camión, propio de Tarzán o el hombre goma,
que me recuerda a cada instante que de veinteañero me queda poco. Si te dan
ganas de orinar en la madrugada, estás frito, más vale esperar hasta la mañana,
porque bajar entre medio de autos, neumáticos y escaleras desde el camión no
permitirá mejores perspectivas.
En esos mismos
instantes nos hemos ido percatando que los camiones que están inmediatamente delante
de nuestro “hotel” comienzan a abrir sus puertas y ya son cerca de las 23.00
horas. Trabajan arduamente descargando todo tipo de provisiones, mercaderías,
vegetales, frutas, cigarrillos, gaseosas y algunas cervecillas que van
ordenando- cual feriante- precisamente en el lugar vacío que quedaba y donde no nos permitieron armar nuestras carpas. Aparece una balanza, la infaltable
calculadora y las bolsas colgando de un gancho del camión para rescatar la
mercadería por el público que aún no aparece. La fruta es espectacular, de la
mejor selección, la uva, los cajones de tomates como llamándome al Maule, piñas
y una avalancha de aroma a cilantro y lechugas colman el ambiente, en medio de
una oscuridad creciente, viento y lluvia que se desparrama por la cubierta y
chorrea hasta las ruedas de los neumáticos, invadiendo el único espacio seco
que va quedando en este jaboncillo que es la superficie de este barco. Las
sandías vuelan por el aire, al igual que los melones, entre los peonetas que
están listos y dispuestos de armar la fiesta a bordo.
A las 00.00
lavo mis dientes y me inserto en mi carpa para dormir, lo mismo que Montescu en
su nuevo refugio Ferrino, que es la carpa más decente que le he visto en varios
o muchísimos años a mi compañero. A eso de las 01.00 siento mucho ruido y me
levanto para ver, probablemente, el espectáculo más emocionante de toda la travesía.
La bocina del barco anuncia que llegamos a un puerto en medio de las tinieblas,
de la bruma, como en una película de piratas. No se ve nada, sólo al final de
la oscuridad aparecen dos ojos luminosos, un gato en medio de las islas de la
soledad. Un par de estrellas en la vía láctea humana. Estamos llegando a “Puerto
Raúl Marín Balmaceda” en el corazón de la región de Aysén, que según los datos oficiales tiene un
poco más de 300 habitantes. Cuando atracamos, el muelle es iluminado por las
luces del barco y probablemente estén haciendo fila la mitad de la población del
lugar, donde logro divisar jefas de hogar, con parkas y abrigadas hasta los
ojos que apenas se tiende el puente, abordan para iniciar el carnaval de la
fruta, las verduras y la sobrevida. Porque este animal gigante de metal en
estas profundidades del mundo, en esta esquina del paraíso y el infierno, no es
otra cosa que la luz que ilumina el muelle, que la sobrevida del olvido de la
patria y su canción nacional. Y el alma tiembla y me siento un reverendo
estúpido al no ser más que un turista bobo en su tremenda motocicleta de varios
miles de pesos, cuando una mujer me mira con una sonrisa enorme al llevar su
kilo de manzanas hasta la próxima venida del barco. Y los aromas son tardíos,
pero distintos. Acá he sentido distinto el aroma del cilantro y la caparazón de
los duraznos que de un salto me trago y luego pago, como cualquier parroquiano.
Esto no se puede contar y probablemente estas minúsculas letras no sean más que
un fantasma de lo realmente vivido. Cuando, días más tarde, discuto con mi
viejo sobre la disposición del chileno a venirse a estas lejanías y poblar de
mejor manera la Patagonia, toda palabra se queda corta y parece una estupidez
cuando no sabes lo que significa esperar una semana por una docena de huevos o
el humo, compañero, de un cigarrillo. Nosotros estamos en Chile. Acá es la
entrada al paraíso y las puertas del infierno, porque la vida es dura, como
este viento que me parte la cara y no me deja fotografiar, como esta oscuridad
que vamos dejando ahora que levantamos ancla y puerto “Raúl Marín Balmaceda” se pierde de mi vista en su siesta diurna y
nocturna. Las ventas anduvieron bien, aunque casi todo fue a “crédito”, según
el registro en la libreta del mercader. No he andado un puto kilómetro en
motocicleta en todo este día-madrugada, pero siento que he recorrido la vida
con el azote de la Patagonia. Sin respiros. Sin pausas. Vuelvo a mi carpa. Mi
primera noche sobre un barco está ahí. Siento que no somos nada. Una pelusa en
medio del océano, un pedazo de viento muerto en la Patagonia. Duermo.
te pasaste, me encantó este relato y totalmente de acuerdo con que somos una pelusa en medio de lo que sea, somos unos aparecidos
ResponderEliminarMaravilloso, como ya te dije viaje contigo, ya que yo jamas ire al confin de la Isla de Chiloe, alli se hundio el Santa Fe barco de la Cia minera Santa Fe que se hundio a raiz de un gran temporal.Donde,entre otros, mi hermano Lyonel Moreno y 32 tripulantes desapareciron....Es una historia larga y muy dolorosa para mi y mi hermana.... Cuando viajes a La Serena, te la narrare. Un abrazo.Alma
ResponderEliminarmuy buena narracion. te felicito. asi como cuesta entender las dificultades de vivir en lugares tan inospitos a mucha gente le cuesta entender la pasion que tenemos por las motos y viajar en ellas. simplemente estamos locos. preferimos pasar frio viajando bajo la lluvia y descansando nada en una carpa que se sacude toda la noche por el viento. pero cuando la abres por la mañana y ves donde estas, todo lo anterior esta pagado. somos locos para el comun de los mortales.
ResponderEliminarsaludos.
www.sinverfronteras.blogspot.com
Dale.
EliminarNo pararemos.
El mundo se conoce en moto.
Gracias por partcipar de esta lectura