CAPÍTULO V
EL PESEBRE DE PUERTO TRANQUILO.
Puerto Aysén- Puerto Tranquilo.
17 de Febrero de 2016.
Todo es
asfaltado. Un bellísimo camino se nos va abriendo a Coyhiaque. Tal vez, hace
tres años, cuando ya anduvimos por acá, no lo disfruté igual. Veníamos
cansados, estaba cayendo la noche (para variar) y en motocicleta, cuando vienes
con muchos kilómetros a cuestas, vas omitiendo paisajes y lo único que quieres
es llegar. Esta vez lo hacemos de manera distinta. No hay lugar donde no quiera
parar un rato para jugar y cambiar lentes a mi cámara que ha resistido de
manera estoica todas las veces que la he sometido a castigo bajo la lluvia. La
fotografía es otra de mis pasiones en las que todo aprendizaje teórico tiene su
gran aplicación en estos paisajes donde cada media hora cambian las condiciones
de la luz, las condiciones de frío con las que tiritan los dedos al momento de
disparar y el viento que te hace perder la concentración siempre. La Gopro hace
su trabajo sin quejarse. Las fotos con ella tampoco son erráticas, por lo que
siempre va conmigo a todos lados. Montescu insiste en que su SJ4000 hace la
misma pega por un cuarto de dinero, aunque al final del viaje, reconocerá, con
la humildad de siempre, que la Gopro y su conectividad y compatibilidad hacen
que sea insuperable.
Llegamos, otra
vez a Coyhiaque, como hace tres años. Camino completamente asfaltado que por
casi 90 kilómetros nos separó de Puerto Aysén. La parada es sólo por bencina.
Debemos apurar tranco. Ayer Francisco, en el Casino de Bomberos, nos ha
advertido de los cortes en el camino, en específico, a la salida de Cerro
Castillo. Hoy tenemos que llegar a Puerto Tranquilo. Según Francisco, los
cortes empiezan a las 14.00 hrs. y el camino se reabre a las 18.00 hrs. Estamos
atrasados. Las chiquillas van cargadas como lo que son: mulas o elefantes de
metal que deben estar dispuestas para el maltrato. Miramos menos y aceleramos.
En dos tiempos estamos a la entrada y cruce que nos separa para ir a Balmaceda
o a Cerro Castillo. Nosotros seguimos a Villa Cerro Castillo y entramos en ese
camino sinuoso, bello en esencia, donde se dice y según la señalética que hay que
bajar la velocidad porque hay probabilidades ciertas que se cruce algún huemul
en alguna secuencia, o algún “Bambi” o algún animal parecido que a pesar de
estar en el Escudo Patrio, jamás, el noventa y nueve por ciento de la
población, ha visto en su hábitat natural. Ahí me pregunto si no será mejor un
quiltro, un musculoso y potente perro común y corriente que vista nuestro
escudo patrio, como símbolo de ese animal noble, omnipresente en nuestros
hogares, amigo a toda prueba, que no tenemos que venir a buscar a los confines
de Chile para tratar de divisarlo. Preparo mi cámara, por si las moscas. No
aparece ni un solo animalito. No tengo el privilegio. El huemul sigue estando
en mi mente como un bichito café, amoroso, similar a los de Walt Disney, pero
que nunca he podido ver. Paso lento, hago el último intento. Casi los llamo,
Montescu se ríe con ganas. Estamos puro perdiendo el valioso tiempo. Volvemos a
emprender el ritmo. Comienza a llover por quincuagésima vez en este viaje.
Entre estas curvas llueve helado y los calienta puños van al máximo hace rato.
Si me pudiera sentar en ellos lo haría gustoso. Son cerca de las 13.30 y ni
siquiera he pensado en el hambre. Me asusta el hecho de quedar tirados hasta
las 18.00 horas y tener que llegar- como siempre- de noche por la Austral,
lloviendo- a Puerto Tranquilo.
Llegamos, con
el aliento a Villa Cerro Castillo, todo asfaltado, a las 13.55. A 100 metros
está el corte del camino por los funcionarios de Vialidad, quienes toman en sus
manos los conos de tránsito para proceder a interrumpir la ruta. Les rogamos
que nos dejen pasar y somos los últimos. No alcanzo a sacar ninguna fotografía,
a pesar del ejército de mochileros que hay en el paradero, al lado del carrito
del café y los sándwich.
El camino, en
muy irregular estado, se encuentra en trabajos de ensanche, por lo que Vialidad
ha determinado su cierre esencialmente por las tronaduras que en varias partes
del camino hay y que genera escombros y derrumbes de consideración. En aquellos
lugares hay grandes piedras filosas que hay que ir esquivando para no ir a
tierra, pero qué más da, estamos en ruta y vamos a llegar a buena hora a
destino, el hambre lo guardaremos en el bolsillo y, ahora que se ha abierto el
cielo, y no cae agua, seguimos con cuidado por entre las rocas puntudas que
rebotan en las llantas de la moto.
Hay mucha gente trabajando en el camino,
maquinaria pesada y diversos cortes, donde logro saludar a los muchachos con
sus chalecos naranjos reflectantes, pero sólo a medias. No logro sacar
completamente la mano derecha del volante para saludar. El camino es demasiado
irregular y temo irme a piso en medio de un saludo con mucha fraternidad. Ellos
entenderán las razones del por qué sólo resalta mi dedo, o dos, con mucha
suerte, para el saludo de rigor. De improviso, hay malas señales de los dioses:
En un punto determinado, ya avanzados varios kilómetros, un banderillero se
niega a dejarnos pasar. El señor de unos bigotes potentes nos dice que el
camino está cortado y que empezaron las tronaduras, así es que no debiéramos ni
siquiera estar ahí. Comienza lo de siempre, las discusiones de que estamos en
lo correcto y que fuimos los últimos en cruzar con la venia presidencial y de
la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El hombre de los bigotes hace sus
llamadas por radio en el idioma de los “radio aficionados”. “Sí, cambio”. “Dos
motoqueros”. “Dicen que los autorizaron
pasar”. Nosotros con lo nuestro vía interna: “Qué se habrá creído este
bigotucho”. Estoy que me bajo de la moto mientras se escucha por la radio “Que
pasen”. Saca los conos, toma su paleta color verde (como en una película de Woody
Allen somos los únicos de la fila) y seguimos. Risotadas van y vienen. El
hambre aguanta ante tanta buena suerte. Efectivamente podemos percibir que el
camino se encuentra en proceso de ensanche- no de pavimento- y que permitirá
que no vaya mirando el barranco a medida que bordeamos un precioso río. Todo
camina “sobre dos ruedas”, miel sobre hojuelas- dirá el siútico, hasta que
aparece delante de nosotros una fila de unos 6 o 7 autos, detenidos sin marcha
alguna. Son alrededor de las 14.50 horas y nuestro viaje llega hasta acá por el
momento. Nos bajamos y nos señalan de manera invariable que el corte de camino
se hace efectivo en este punto y que hay que esperar hasta las 18.00 para
seguir adelante. Todo se viene abajo. Como que se cierran las cortinas. Nos
bajamos de las motos, caminamos y sacamos fotos. Se nos acerca un matrimonio
que va adelante en una Van con una tropa de chiquillos y que reclaman contra el
gobierno, el Estado y todo lo que diga relación con lo público, por
materializar arreglos al camino en época estival. La mujer señala que todo esto
es porque este año hay elecciones municipales y se necesita gastar la plata.
Allí ya no escucho mucho más. El hambre ha vuelto. No tenemos nada más que las
uñas para masticar y un poco de agua que
queda en este descampado donde sólo hay unos cerros y un ripio que nos invita a
pensar en casa y en lo que familia esté haciendo a esta precisa hora. No
tenemos señal telefónica ni de internet. Faltan casi tres horas para que abran
esto y terminaré comiendo un pedazo de neumático para calmar la panza. Montescu
hace la magia de siempre y encuentra un pan que nos quedó de nuestros días en barco
y que se refugiaba al fondo de su maleta. Es un pan solo, cercano a la dureza,
pero que repartimos como en una última cena, como una hostia milagrosa que me
sabe tan espectacular, que estoy claro que es lo más cercano a la “Fuente
Alemana” y sus sandwichs macabros para levantar muertos de la 3 Oriente al
llegar a la 1 Sur en mi Talca querido. Lo mastico con cariño, con lentitud,
como que fuera ese chacarero querido, o un “cocodrilo” con un huevo frito
encima; o un “chivito”, esos que comimos en el viaje a Uruguay en la “Pasiva”.
En fin, podrían ser cientos de panes los que se me viene a la memoria, incluso esos
benditos completos de “Donde Alex” – y de los que ya escribí hace un tiempo-
pero no, no hay nada más bello y maravilloso que este pedazo de pan semi duro
rescatado de las aguas profundas del Pacífico Sur en medio del barco que nos
llevó por la vida y que ahora es nuestro único alimento. Para rematar esta
tarde feliz, vuelve a llover, pero con la furia del hielo por unos 20 minutos
sin parar. Los automovilistas se guarecen en sus enlatados refugios, mientras
nosotros, nos volvemos a colocar cascos y todo lo suficiente para aguantar el
chaparrón. No hay un puto árbol ni nada para refugiarse y resistimos la
embestida de esta Patagonia a lo “macho”. Siento frío, pero no estoy mojado.
Los automovilistas vuelven a salir de sus autos y la mujer prosigue reclamando
en contra del Estado, del Gobierno, lo concejales. El cielo se abre, de
improviso y sale el sol, como si nos sacar la lengua y nos dijera que el verano
es una quimera.
Con este
pedazo de bocado en el estómago y a fin de matar el tiempo, decido dormir una
siesta. Me acuesto a orillas de camino, sobre las piedras, hasta que, separado
de una alambrada, encuentro un mejor lugar sobre un pasto con aromas a animales
de cuatro patas, pero que resulta ser un colchón exquisito. No sé. Tal vez una
media hora descanso cuando mi compañero ya ha trabado amistad con otros
automovilistas que osan contar a la velocidad que se desenvuelven en estas
carreteras del sur del mundo, desafiando a cada momento a la muerte. No los
entiendo. Venir a estos parajes a correr “el Dakar” es tan penoso como no traer
la máquina fotográfica cargada. Tan así es lo que digo, que en el cargo camino
para el sur y el norte, nos encontraremos con un desfile de automóviles y
camionetas accidentadas, volcadas, quemadas, las que no tienen otra razón que
la maldita paciencia que nos hace atacar el acelerador más de la cuenta. El
ripio traiciona y quien no sabe manejar sobre él es mejor, mucho mejor que se
quede en casa. En dos tiempos pierdes el control del vehículo y te sales del
camino y esas horas de vacaciones se transforman como obra de gracia en la peor
pesadilla, en la peor tormenta. En casa me esperan. Siempre digo lo mismo.
Aunque no haya señal, aunque no me contesten el fono, aunque esté en otro país
con esta pasión que se “hace odiar”- a veces-, pero siempre hay alguien esperándome
en casa a que llegue entero.
![]() |
La siesta |
Faltan
breves minutos para que levanten la barrera y ya la poca gente que hace fila
comienza a preparase para partir. Le digo a Montescu que deje pasar a los
apurones, que necesito mi tiempo para las fotografías. Unos enajenados nos
adelantan como filmando una película de “Rápido y Furioso”. Da igual. El
paisaje es más hermoso que cualquier combustión forzada encomendada por el pie
del acelerador. Además, en dos ruedas jamás podremos competir con un aterrizaje
en la tierra y sus filosas piedras. Lo tomamos con calma. Avanzamos unos 500
metros y hay un nuevo corte. Comienza nuevamente a llover, a la antigua, y el
casco con su visera, hacen las veces de un pequeño techo por el que corre el
agua, como si este casco, este básico implemento fuere mi casa, mi única y
pequeña casa en medio de la nada.
Por fin la
fila patagónica, esta culebra de seres humanos ansiosos de destino, fluye.
Vamos tras unas camionetas y el camino se va haciendo estrecho, una serpentina
en medio de árboles milenarios, piedras y ese verde que no te deja, pero que
voy viendo a medias porque comienza a llover fuerte. El ripio me pide
concentración máxima y hay espacios de barro que no puedo esquivar. El ripio de
la Carretera Austral es tentador. Pareciera firme, pareciera transitable sin
problemas, pero siempre esconde una sorpresa. Los cráteres en el camino
comienzan a aparecer y saltamos como trapecistas en nuestras motos pesadas y
cargadas. Esquivas uno y te caes a otro. El camino es un puzzle indescifrable y
ya son cerca de las 19.00 horas. Veo poco. Pierdo visibilidad con la lluvia y
muchas veces debo abrir el casco y allí entra esa mezcla de bocanada de hielo y
lluvia fría, pero que me permite concentrarme en los “eventos” que nos deja la
ruta. La moto aguanta con hidalguía cada hoyo. Acelero por la falta de luz de
algunos lugares. Se nos va a acabando esa lucecilla mágica llamado sol y no me
gusta la conducción en estos lugares con poca visión. Siento un pencazo feroz,
pero la moto no decae, me salta aceite. Se ha reventado la telescópica
izquierda. Seguimos. Me va quedando poco combustible igual que a Lucho. Yo creo
que llegamos a Puerto Tranquilo, pero Lucho se “inquieta” y su autonomía pide
que recarguemos.
Llegamos a “Bahía Murta”, pueblo cercano al Lago General Carrera, de no más de 500 habitantes según los registros oficiales, en medio de la lluvia. Dice un letrerillo que “se vende bencina”, pero lo paso volando. No alcanzo a parar. Le aviso a Lucho por el intercomunicador y se detiene. No hay berma y no puedo girarme. Pasan un par de autos que me tocan la bocina por estar en medio del camino detenido. Montescu se baja con su bidón rojo (el que ya nos salvó en otras ocasiones) y un muchacho en los confines del mundo tiene bencina 93 en unos galones desde donde vende el producto a granel. “Luca” el litro, sin asco, sin piedad.
Nos quedan
jodidos 30 kilómetros de camino por la Ruta 7 hasta llegar a “Puerto Tranquilo”.
Oscurece. Llueve cada 10 minutos con unas nubadas suficientes como para dejarte
estilando. Veo poco. Pero nada como para cegarte y encontrar el “Lago General
Carrera” en su inicio. Hermoso. Sin palabras para describir al segundo Lago más
grande Sudamérica. Lago binacional que lleva el nombre del fundador de nuestro prócer
patrio, fundador del alma independentista, de la Biblioteca Nacional y el Instituto Nacional. Este lago no podría
tener mejor nombre, aunque esté al fin del mundo. El “Carrera” es una
inmensidad esmeralda, un país dentro de un país, una lengua inmensa ala que
nada le sobra; un ojo que está presente en toda la Ruta 7 sur y eso se
agradece, como un dios de la Patagonia al que le prendemos velas, para que nos
ilumine.
Bajamos por
las fotos de rigor y nos apuramos para no tener que llegar otra vez a destino en
medio de la noche, cuando todo está cerrado. Estamos muertos de hambre. Mi
última comida fue a las 09.00 A.M en el lejano Puerto Aysén y ese pancillo
maravilloso en medio del corte de camino. Son casi las 20.00 hrs y en medio de
muchas curvas, subidas y bajadas aparece una calle de adoquines que nos da la
bienvenida a Puerto Tranquilo con el último suspiro de la luz de un frío que se
recuesta en el Carrera.
Hay mucho mochilero. Estoy fundido de hambre y
vengo cansado a pesar de mi siesta sobre las piedras y el pasto. Ha parado de
llover. No quiero carpa. Me encantaría una camita que nos permitiera descansar.
La única calle de Puerto Tranquilo colinda con la playa de un Carrera
majestuoso. Hay Domos turísticos instalados en esa especie de costanera que
ofrecen tours a las “Catedrales de Mármol” y al “Glaciar Exploradores”. Ya
están cerrando todos estos domos y sólo se hacen reservas para mañana temprano.
Mi moto no tiene aletas así que otra vez volveremos al transporte marítimo.
Llegar acá es llegar también a esas atracciones turísticas que debemos visitar.
Lo primero es
lo primero, mientras veo a mochileros doblarse la espalda con sartenes y ollas
colgando que seguramente, muy probablemente arrebataron a su mamá de la cocina.
Otra chiquilla no se ve en la altura de ese bulto que amarra a sus hombros. Los
mochileros se multiplican como en un plato instantáneo al que le agregas agua.
Yo sólo quiero dormir y para variar, no hay nada. Todos los alojamientos en
este pequeño lugar son precarios. Una cama. Un camarote. Nosotros queremos
techo. Aunque vistas las proyecciones el camping se viene a la vista. Ya estoy
decidido a eso, cuando se nos acerca un tipo que nos habla y nos ofrece una
cabaña que está un poco más al sur, por el camino principal y que nos arrienda
a 10 lucas cada uno. Nos parece formidable y le seguimos.
Al llegar el
panorama cambia. La cabaña es cabaña, pero efectivamente está en plena
construcción. El techo tiene visión directa al universo, pero estoy rendido y
hambriento. Llego al baño y no veo ducha ni nada parecido. La respuesta es que
no se ha alcanzado a construir, pero que no es necesario ya que te puedes bañar
con el agua así tal cual, recién salida de la llave o, de otra forma, puedes
correr y zambullirte en el río cercano. Quedamos pálidos, con el último rezo: “Y
si no les gusta, chiquillos, pueden buscar otro lugar, pero a esta hora no
encontrarán nada”. Nos quedamos. El hombrón nos regala un pan con queso que le
quedaba guardado en alguna parte de la “cabaña” y un poco de mate. La
residencia tiene dos habitaciones con 500 filtraciones de aire por todos lados,
un comedor sin mesa, sin sillas, un cajón y un baño que nos recibe como
primerizos. La cama es un recuerdo de infancia la “pequeña casa en la pradera”
con una manta de castilla y almohada. Esto va a ser bueno. Nos quedamos.
Con mucho cariño me lavo mis partes más
castigadas en el olor por el viaje y mi humanidad tolera el agua al hielo con
soberana dignidad. Nos vestimos y salimos a devorar lo que venga. Después de
caminar por la Ruta 7 casi un kilómetro, llegamos otra vez al “centro” de
Puerto Tranquilo, donde efectivamente hay un servicentro Copec donde los
mochileros cargan sus celulares y donde me zampo un chocolate caliente y un
poco de maní. Energía a la vena. Vamos al único “restaurant” abierto a esas
horas de la madrugada (21.30 horas) y allí nos encontramos con una serie de
gringos que andan conquistando el mundo: franceses, alemanes, italianos,
quienes todo lo encuentran simpático y bonito. Algunos llevan más tiempo que yo
sin agua por su cuerpo, así que me quedó en paz con mis propios olores. Cinco
mil pesos, 5 benditas lucas me cuesta un pan, una especie de chacarero en el
fin del mundo, que también resulta ser el fin de mi gusto por este exquisito
pan. El pan está duro, sin sabor, y la carne tuvimos que emplear mucho esfuerzo
e ingenio molar y metálico para cortarla. Estoy rendido. Montescu sigue
masticando su pan para tratar de formar el bolo alimenticio que nos mantendrá
hasta mañana. salimos. Compro chocolate para el desayuno y unas rebanadas de
queso más dos panes. La dieta del pan, señores!. Rendidos volvemos caminando al
“pesebre” como con una risa, hemos bautizado nuestro refugio. Ahora caminamos
de subida. El kilómetro se hace eterno. En pleno verano, hace un frío que parte
el alma. Estoy entumido. Saco mi secador de pelo (que por ese afán femenino me
ha acompañado por tantos viajes) y otra vez aperra y me entibia. Hay viento afuera.
Me acuesto con parka y casi con la misma ropa en el ejercicio más rotundo con
mi propio aroma de caballo sudado y muerto. Tengo frío. El paisaje lo supera
todo. Estamos en el pesebre, en pleno febrero, en el más Tranquilo de todos los
puertos. Tengo ganas de orinar, pero el frío me detiene. Me aguanto. No me
muevo. Duermo como la vaca del pesebre de la Patagonia chilena.
jajajajajaaj tremendo relato imposible no soltar una risa por tu desventura, pero como dices los paisajes curan todo, una buena idea es llevar siempre sal, en las fotos se ven nalcas que si bien pueden no estar tan ricas en esas fecha con hambre sus tallos "salvan" ..saludos ...buen capítulo como siempre
ResponderEliminarCreo que la sal estaba al fondo de las maletas. Para otra vez seguiré tu consejo. Igual los autos nos podrías de haber dado una manito. ja!
Eliminary hasta aca llega el relato?
ResponderEliminaro soy yo q no encuentro el sgte link
Tranqui.
EliminarVa.
De acá al viernes sale del horno.
Espectacular relato¡ Me muero de la risa ¡¡ Y me identifico plenamente ahí anduve por eso lugares con los mismos problemas para alojarnos ¡¡ muchos saludos ¡¡
ResponderEliminar