CAPÍTULO VI
Entre el mármol y el hielo.
Puerto Tranquilo.
18 de Febrero de 2016.
No puedo. El
agua está más fría que la remierda. Agarro un par de palmas llenas de agua y me
lavo la cara. Alcanza para las axilas y otra parte púdica, pero si sigo, mis
amígdalas se inflaran como un globo y el viaje se transformará en el carnaval
del moco y la fiebre como fue hace un par de años, te acuerdas, Montescu?.
Cuando manejabas con temperatura y ya no te escuchaba por el intercomunicador
por esa congestión de siempre?. No. Me conozco. El lavado llega hasta acá no
más. Por si acaso, vuelvo a tirar otras manos llenas de agua a la cara y una
yapa a las axilas. Montescu se levanta y hace el mismo precario ejercicio. El
objetivo de este día está más o menos claro. Nos quedaremos un día completo
acá, visitaremos todos los atractivos turísticos y partiremos por cambiarnos de
lugar de alojamiento.
Lo primero es
lo primero. Vamos a ir a las Catedrales de mármol, aprovechando que es muy
temprano.
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El Amanecer en Puerto Tranquilo |
Dejamos las
motos cargadas en el pesebre que nos ha alojado y partimos a buscar un servicio
turístico que nos lleve por el Lago General Carrera a estos monumentos naturales.
El servicio turístico no es otra cosa que un bote con un guía- muy bien
documentado y preparado- que apenas la lancha llena su capacidad con pasajeros-
se interna por largos 45 minutos en las profundidades del Carrera para ir hacia
el sur y arribar a las cavernas y posteriormente a las Catedrales de Mármol. Así, nos volvemos a subir a botes y en medio de un frío que nos hace cubrirnos hasta
la cara, emprendemos viaje, cargados con todas las cámaras y lentes posibles.
Por primera
vez en muchos días La Patagonia feliz nos da una tregua y tenemos un día feroz
de sol, el que vamos a aprovechar a concho. No veo nubes en el cielo y ya les
saco la lengua, con el miedo que este cielo se encapriche y nos vuelva a mojar
como casi siempre.
El viaje en
bote es una maravilla. Vamos 6 pasajeros más el guía, cuidadosa y estratégicamente
sentados. El transporte lacustre empina la proa y nos salta suficiente agua
como para quedar mojados. Lo cierto que el Carrera es un espejo de un gran
océano, una monumentalidad con la que cualquier palabra se queda estrecha. El
guía explica sobre las formaciones rocosas y los millones de años que están
prontos a salir a nuestra vista. Hasta que llegamos a las “cavernas de mármol”
que la verdad dejan mudo. Parezco vaquero del lejano oeste sacando cámara de
fotos y de video para tratar, aunque sea poco, recoger estas formaciones de
mármol que retratan lo pequeño y diminutos que somos, los miles de tiritones
que se ha sacudido la pacha mama, los millones de ojos que aplaudieron estas
maravillas que justo- para nuestra fortuna- están en el lado chileno del lago.
Para los
claustrofóbicos, el ingresar a las cavernas y las cuevas de mármol puro, cuando
no puedes levantar la cabeza so pena de reventártela con el techo -también de
mármol- puede ser un desafío interesante. El bote o lancha- como ustedes
quieran llamarlo- alcanza a detenerse, a sostenerse en estas turquezas aguas, como suspendido, como si tocara al hombro a la belleza y le pidiera permiso
para que estos intrusos alcancen a dimensionar los siglos y millones de
respiros que la humanidad vio pasar en estas formaciones que efectivamente
hacen persignarse hasta a los más agnósticos. Nunca tuve al alcance de mis
inquietas manos, tanto mármol repartido e interminable.
Salimos de las
cavernas, y con un mismo relato, vamos a la Catedral de mármol y a la Capilla.
Muchos botes circundan la Catedral, como un conjunto de tiburones circunda la
amada presa. Las cámaras se hacen pocas y cada cual saca su mejor réflex,
bridge o mirroless para dejar testimonio de que se estuvo ahí. Me falta tiempo.
Me falta un micrófono para relatar con verdadera decencia en la cámara lo que
estoy viendo. Tal vez es mejor callar. Todo es tan hermoso que parece
ambientado artificialmente, en esa sensación estúpida que sólo las películas de
Hollywood nos pueden mostrar la belleza.
Volvemos en
este bote y tengo la sensación junto a Lucho- que no se cansa de repetir “La
Cagó”- que el viaje al sur del mundo está más o menos pagado. Pensar que las
dos veces que en nuestras motocicletas anteriormente recorrimos la Austral,
nunca nos detuvimos en este lugar, tal vez, en ese loco afán de abarcar todo lo
posible en pocos días de permiso laboral, familiar o qué sé yo, de tan rápido
que queremos vivir la vida.
Otra vez
pisamos tierra firme, agradecido de este privilegio que debiera ser un derecho
para todo Chile. 8 mil pesos por persona nos costó este encuentro cercano con
la hermosura y la tranquilidad de saber que no hemos evolucionado mucho desde aquellas
formaciones milagrosas en medio del Carrera, pero mientras mis reflexiones
cunden por la cabeza, Lucho otra vez me despierta y me señala que debemos ir a
buscar las motos y buscar un nuevo lugar para alojar. El pesebre nos terminará
matando de frío y quiero bañarme con unas ganas soberanas de inundar mi
pliegues más púdicos de agüita caliente con un poco de jabón. En ese estadio de
cosas, corremos al pesebre que está arriba de una loma, literalmente y nos encontramos
con el dueño de éste, quien amablemente nos conmina a que abandonemos la “cabaña”
y busquemos otro refugio porque “su cabaña” no tendrá baño en los días
sucesivos, a pesar de sus promesas de la noche anterior de que aparecería una ducha. Yo
siempre creí en el viejo Pascuero.
Agradecido de
este pastor y su pesebre, bajamos al pueblo a buscar nuevo alojamiento, pero ya
son las 11 de la mañana y está todo copado y veo el desfile de mochileros, que
como un gran ejército de hormigas repletan todo lo repletable. Con esa pizca de
suerte que nos ha traído un día completamente despejado, con un sol maravilloso
que como nunca antes podíamos haber visto en la Patagonia, en una casa de
esquina, una señora dispone de una pieza con dos camas. (Ya nos habían ofrecido
una pieza con una cama matrimonial, pero el “amor” por mi amigo Montescu, no da
para tanto), así que felices desembarcamos, sin antes preguntar si había ducha
caliente, frente a lo cual, la afirmativa nos saca una sonrisa. La pieza es
normal, pero el baño es un potrero, todo en medio de una familia que arrienda
sus piezas para solventar el invierno que acá debe ser tan duro como una espada
afilada que se lleva a los débiles. Así sorteamos juguetes de un nieto y un
millonésimo recuento de “Sábados Gigantes” que la familia está viendo en potente
LCD en el living.
Margot sangra
por la telescópica izquierda. Ya no es un poco. Es como una herida abierta por
la cual mi caballo va pidiendo que nos detengamos, pero no le voy a hacer caso.
Este tanque alemán debe aguantar, es de la vieja escuela y charlamos con Lucho
que, pasando a Argentina, lo repararemos. Debe haber un retén en algún pueblo
al otro lado de la cordillera. Sin perjuicio de lo anterior, comemos algo poco,
que no dejan de ser unos galletones de avena que adquirimos en la Copec del
pueblo y nos largamos a buscar el “Glaciar Exploradores” 54 kilómetros al
interior de Puerto Tranquilo. Son cerca de las 13.00 horas y avanzamos por un
camino de ripio en regulares condiciones que se interna hasta llegar a la
entrada del Parque Nacional Laguna San Rafael, en medio del típico paisaje austral,
estrecho, con nalcas a las orillas, cascadas de agua y un camino que pareciera
lleva a un premio final. Margot sigue sangrando, pero he endurecido la
suspensión del telelever para que haga casi todo el trabajo y así calmar un
poco su dolor.
Después de una
hora llegamos a un recinto que en principio- es administrado por la CONAF,
mientras que más adelante hay un sitio privado donde está la entrada al mirador
del “Glaciar exploradores”. En un amplio estacionamiento dejamos las motos,
junto a otras “KTM” extranjeras.
Cruzando el
camino- o lo que se espera de él- hay una recepción y la lista de precios que
nos empiezan a hacer sangrar los ojos y tiritar la bencina de 93 octanos que
ponemos a las motos. $60.000 la caminata
de 4 horas a las cuevas y al glaciar mismo. A ella hay que llegar tipo 07.00 de
la mañana junto a un guía. El otro servicio a ofrecer no es más ni menos que acampar
en las cuevas mismas del glaciar por 150 luquitas- dos días y una noche, con
guía. Lo más barato son $4.000 por persona para hacer un trekking de una media
hora o cuarenta minutos hasta la cima del mirador, pasando por entre el bosque.
Conversamos breves palabras con el encargado y pagamos las 4 luquitas, dejando
el casco, las chaquetas y bolsos de estanque en esta recepción. Subo sólo con
mochila, los lentes y las cámaras respectivas y comienza la caminata. Vamos
atravesando un bosque espléndido y paulatinamente vamos subiendo entre
vegetación espesa que cada vez va desapareciendo para darle paso a filudas rocas que
nos están preguntando a cada rato qué crestas estamos haciendo ahí, con botas
de motociclismo y los pantalones respcetivos que a cada paso me van recordando
con una gota de sudor que corre por todo mi cuerpo que las motos son una cosa y
el trekking es otra. Los años no pasan en vano y si hace 10 años subía volcanes
de la zona central junto a un grupo de amigos, hoy día me parece que estamos
lejos de esas gloriosas jornadas. Me canso y llego como un caballo “de feria a
la cima” donde hay otra familia fotografiando y tomando aire. Un aire que en la
cumbre es tan distinto. Un aire que te hace amar este país con todos sus ripios
y malos hábitos. Un aire que te pega en la cara y baja por tu espalda sudorosa
y se hace un hielo. Y dan ganas de abrigarte, sin embargo, se me pasa todo cuando
veo el monumento natural que hay enfrente. Estamos frente al “Glaciar
Exploradores” que por nuestro mal comportamiento como humanidad, ha ido
retrocediendo de manera vertiginosa. Se percibe un barrial cerca nuestro, pero
más adentro, la inmensidad es total. Ahí está, el brazo de campo de hielo
norte, el glaciar que retrocede, pero que me dio la oportunidad de conocerlo.
Hay una
familia que descansa y pronto se despide de nosotros para emprender el retorno.
Nos quedamos unos minutos a descansar y a tratar de hacer mejores fotos, cuando
divisamos que viene subiendo (nótese que la subida no es poca), una pareja de
ancianos que marchan hacia la cumbre. Sin embargo, ella, entre rocas trata de
pisar y afirmar su muleta. Ahí me da vergüenza. Me siento un pedazo de animal
viejo y flojo. La mujer, de unos 70 años, viene haciendo cumbre apoyada en su
muleta y en el hombro de su marido. Ella se niega a recibir más ayuda que el
aliento y la pausa de su marido que la espera y larga una sonrisa como
diciendo- lo lograste-.
Al volver a
respirar en la cumbre, le pregunto, “Where are you from”???. Ella, en medio de
su último aliento me dice: “England, I’m British”. Allí entendemos todo y con
un pedazo de orgullo herido y una sonrisa, bajamos raudos por en medio de las
rocas y un bosque fascinante.
Recogemos
nuestros atuendos y partimos de vuelta a Puerto Tranquilo. Disfruto cada
kilómetro como si fuera el último. El camino de vuelta se me hace más espectacular
que de ida. Las nalcas me abrazan en medio de un sol que quiere esconderse,
pero que sigue ahí, como el regalo que no hemos tenido en todo este viaje.
Estoy agradecido. Sé del privilegio que tengo de estar acá. Que algún día
vendré con mis hijos. Que nadie, absolutamente nadie de mis generaciones
familiares posó un pie en estas latitudes que son nuestra tierra y eso me hace sonreír,
pero también reflexionar sobre vivir en un país con algunos privilegiados y con
una mayoría que nunca va a conocer estos rincones donde la tranquilidad de
parar y respirar y llenar tus pulmones de un aire original en medio de los
pájaros y los pasos del infinito, no tiene precio.
Arribamos a el
nuevo refugio donde nos atiende la dueña de casa a quien no le sacamos un sonrisa
ni con una patrulla de “tonys”, pero es su modo y se le respeta. Llega la
respectiva ducha a eso de las 18.00 horas y salimos con vampiresca actitud a
devorar lo que esté al alcance de nuestras bocas.
En Puerto
Tranquilo y en su avenida hay dos o tres restaurantes, con el calificativo de
tal. Uno es bastante caro, el que está en el único hotel del lugar. Nosotros
vamos al del medio que no recuerdo su nombre. Vamos a comer y a almorzar por
primera vez de manera potente como para no dejar ninguna tripa suelta que nos
reclame ni aquí ni mañana que no matamos “el león” de manera concreta. Pues
bien, al entrar hay un aroma a fritanga agradable y carne que me levanta los
sesos. No quiero nada de pan ni chocolate caliente. El restaurante está lleno y
al medio hay una mesa extendida con unos 20 muchachos de algo más de 20 años
gobernados por un vejete de unos 70, que tiene acento argentino. Pese a
mis dislocadas cavilaciones en torno a la carne, pido pescado frito con
ensalada y no me equivoco. Lucho pide salmón. Sigo observando atentamente la
mesa del centro y a los comensales no les reconozco el acento. Lo que pasa es
que en la Patagonia hay tanto gringo, tanto europeo que uno se va
familiarizando con los acentos. Sin duda que los alemanes se reconocen de
lejos, lo mismo que los franceses que pululan en bicicleta por la Ruta 7 con
sus bultitos diminutos para 45 días, o los italianos con sus ajustados trajes
para el mismo ejercicio bicicletero
(lamentablemente se han visto pocas italianas); pero a estos muchachos medio
rubios no les logro detectar la lengua.
De repente, en
esos ejercicios fílmicos y literarios detecto ciertas palabras: Judíos. Los
comensales, en una veintena, que repletan la mesa son judíos y toda la leyenda
de que la Patagonia está repleta de ellos se hace realidad. Mi pescado lo
saboreo, pero no dejo de mirar, en mi provinciano cabalgante, a los muchachos
del frente. Piden un sinnúmero de platos- que a todo esto tienen muy buena
preparación- y el mozo enloquece de un lado a otro. Luego de dar dura batalla
con nuestros platos pedimos un café al mismo tiempo que la gran mesa del medio
y sucede lo curioso y que debes ver con tus propios ojos: La cuenta es objetada
punto por punto por el grupo infinito, ítem por ítem, haciendo voz líder el vejete
argentino que es bilingüe y va traduciendo simultáneamente. “Que este plato
llevaba pocas papas fritas” “Que no era pollo con arroz, sino con puré”. Cuentan
monedas de cien y diez pesos para pagar. Sale el dueño que a ciencia cierta
parece ser un chef gourmet que se ha radicado en esta punta del territorio cumpliendo
un sueño, le sacan literalmente los “choros del canasto” y con sus colores
rojos en la cara dice: “Basta, Basta, paguen $10.000 pesos menos, pero váyanse”.
Estamos pálidos. Sin habla. El mozo se nos acerca- que ya es un veterano junto
al menú- y nos dice: “Siempre hacen lo mismo”. Se van, con diez lucas menos
pagadas en la cuenta. El dueño nos mira y mueve la cabeza. Dice “última vez”, “esta
sí que es la última”.
Salimos
impactados, y vemos como el lote de muchachos en edad universitaria abordan un
mini bus con patente argentina. Nosotros seguimos. Vamos a bajar la panzada a
la playa. Caminamos por la orilla de este lago fenomenal en medio de un viento
que se levanta y me parte la cara. Llevo mi gorrito de años. Recorremos esta
especie de costanera con la certeza que por fin La Patagonia nos ha abrazado. Nos
dio un día de sol radiante y Puerto Tranquilo nos va despidiendo con el ocaso
de ese mismo sol que se recuesta en este mar que no es mar, sino el segundo lago
más grande de Suramérica. Pronto las luces de este pueblo se apagarán. Un par
de mochileros juega fútbol en lo que es la Ruta 7 y la avenida principal frente
a los domos turísticos. Caminamos. Se acaba la luz. Vuelvo a las prácticas
patagónicas y me tomo un chocolate caliente en la Copec. Llegamos al
alojamiento. Me vuelvo a duchar por si acaso. Uno nunca sabe si en el más tranquilo de
los puertos, volverá a haber una ducha caliente. El cuerpo va agradeciendo tanto cariño en un día de paseos. Montescu ronca. Mañana vamos
hacia La Argentina. Nunca sabré lo que nos espera.